García, Nuevo León.- El vigilante corrió hasta donde se encontraba jugando con su hija de tres años para transmitirle el mensaje de los dueños del miedo en la región. “Dile a ese cabrón que se alinea o se lo carga la chingada”, le dijeron que le dijera quienes habían irrumpido en cerca de 10 vehículos hasta la caseta de los guardias de la casa con el número 422 de la calle Morelos. Querían hablar con él.
Aunque apenas hacía cuatro días que había asumido la presidencia municipal de García, ese miércoles 4 de noviembre de 2010 Jaime Rodríguez Calderón sabía muy bien lo que tenía que hacer. Tomó su Black Berry, buscó entre sus contactos y llamó al general Juan Arturo Esparza, a quien había designado secretario de Seguridad del municipio el sábado previo.
Los vehículos de quienes portaban la amenaza arrancaron y no pasaron más de cinco o seis minutos antes de que el alcalde de García escuchara una tronadera.
El general brigadier había salido sin demora apenas colgó con la intención de atrapar a los criminales. Unas 14 o 15 cuadras antes de llegar a la casa del alcalde fue sorprendido, junto con sus cuatro escoltas, por el mismo comando de Los Zetas. Los cinco quedaron tendidos a mitad de la calle. Los rodeaban 200 casquillos de AR-15 y AK-47.
La respuesta del alcalde fue contundente. A la mañana siguiente citó a los 160 policías municipales y los corrió, seguro de que la emboscada fue posible debido a la colusión de todos ellos, aunque sólo pudo consignar a 27 que reconocieron verbalmente trabajar para los asesinos.
Llamó a otro general para reemplazar a Esparza y en pocas horas armaron una fuerza élite de 72 militares con licencia. Los bautizó como Águilas, “porque son más chingones que los halcones”.
Y mientras ese grupo salía a la caza de los integrantes de la célula de Los Zetas comandada por un individuo al que llamaban El Piojo, fue conformándose el nuevo cuerpo de seguridad. La intuición, o lo que haya motivado el despido masivo de aquellos agentes, no le falló.
Ni esta vez, ni las previas, ni las siguientes.
* * *
Al mediodía del 25 de febrero de 2011, Jaime Rodríguez se dirigía hacia Monterrey por la avenida Lincoln para cumplir una reunión de trabajo. Iba al teléfono, así que no se percató de que lo seguían hasta que Carlos Guevara, su chofer y asistente personal, le gritó que se agachara.
Desobedeció la instrucción. El blindaje nivel siete del vehículo oficial, una pick up blanca de doble cabina, le permitió apreciar toda la escena. Los atacantes se transportaban en seis camionetas, disparando sin tregua sus rifles de asalto. Las balas tronaban como granizo en la carrocería y los cristales. Entonces colgó la llamada que hacía y marcó de inmediato al sustituto de Esparza, el general Manuel Martínez, quien había sido comandante en Chiapas y Chihuahua.
Casi al mismo tiempo ordenó al chofer que diera la vuelta en U para cubrir a los cuatro escoltas que viajaban detrás, en una camioneta sin blindaje.
“Fue para mí una experiencia muy cabrona porque nunca he andado yo en esos líos –me contó entonces–. El ver que las camionetas te estaban siguiendo y te están tirando balazos, porque el blindaje nunca lo había calado, cabrón, para mí era una experiencia. ¡Hasta me emocioné! Entonces en un ratito pensé: ¡Puta!, pues aquí no pasa nada. Pues ora, ¡a darle, a darle!”.
Para entonces Rodríguez Calderón había cumplido su promesa de rescatar al municipio del yugo impuesto por el crimen organizado. Desactivó 250 tienditas en las que se vendía droga, ordenó la clausura de bares y cantinas que operaban sin permiso, eliminó los puntos en los que se prostituía a mujeres, retiró taxis pirata y nombró vigilantes ciudadanos para que lo llamaran al celular en caso de ver “gente sospechosa”.
Así es como comenzó la mañana del 29 de marzo, poco más de un mes después del primer atentado. Uno de estos vigilantes ciudadanos lo llamó para contarle que afuera de una secundaria ofrecían droga a los alumnos.
Al instante se comunicó con el secretario de Seguridad y enviaron a los de las Águilas. Los vendedores fueron aprehendidos en flagrancia. Jaime Rodríguez despachó el resto del día en la oficina y casi al anochecer, alrededor de las siete y media, se le ocurrió supervisar el arranque de la construcción de un parque en la colonia Valle de Lincoln.
Él dice así: “Todo eran ocurrencias, las decidía en un segundo para que nadie supiera qué hacía ni cuándo, por seguridad”. Y justo al regreso de esa supervisión, a eso de las nueve de la noche, ocurrió el segundo ataque mientras el alcalde hablaba de nuevo por teléfono.
“La segunda vez fue mucho más impresionante –cuenta mientras la Cherooke en la que viajamos se desplaza sobre la misma avenida Lincoln, justo en el lugar donde lo emboscaron, a dos kilómetros de la glorieta que da entrada a la colonia–. La primera vez me pareció como: ¡Ah, chingá! ¡Quítate! ¡Ponte! ¡Síguelos! Pero la segunda nos estaban esperando… ¡Hijo de su madre! Los pelotazos los traigo como una película: las dos camionetas de atrás, con los escoltas, una se fue y chocó. Y dije: ¡Ya se los cargó la chingada! Y la otra, ¡paz!, contra el camellón y también con las dos llantas voladas, ya jodidas, las del lado del chofer. Le ordené a Carlos: ¡Regrésate, cabrón!, porque los vi bajarse, a los escoltas. ¡Puta! Dije: Diosito, qué a toda madre. Porque los vi bajarse a todos, cabrón. Y se bajaron con las armas a darle. ¡Pam-pam-pam-pam-pam!”.
Esa segunda ocasión recogieron de la escena mil 680 casquillos, disparados con histeria por unos 40 sujetos a bordo de una decena de vehículos con los que formaron tres frentes de tiro. De las balas sólo dos dieron en el blanco: una destrozó el hombro a un escolta y la otra reventó la pierna de un segundo custodio que luego murió desangrado en los brazos del alcalde.
Jaime Rodríguez intentó taponar las heridas con zacate y lodo, y como no sabe disparar armas, se valió del teléfono para llamar y llamar al general en busca de auxilio. El ataque duró unos 20 minutos, durante los cuales nunca soltó el Black Berry.
“A estas alturas, compadre, no me puedo permitir el miedo”, dice y rememora aquella noche en la que, para no quebrarse, bebió litro y medio de tequila antes de entrar a la casa donde se hallaba su esposa con la segunda hija de ambos recién nacida.
Su asistente, Carlos, está al volante como en las otras ocasiones. La avenida Lincoln se tiende en una recta paralela a la cordillera de altas montañas que bordan por el norte al municipio.
Esparcidos sobre el enorme territorio, se erigen fraccionamientos recientemente construidos para la clase obrera en donde, en sus tiempos de alcalde, Jaime Rodríguez puso en marcha una agenda social que garantizó a unos 60 mil jóvenes educación con becas hasta nivel universitario, al mismo tiempo que aplicó una política autoritaria, con la que llegó incluso a imponer los sábados como días únicos para no arrestar a ciudadanos ebrios.
Esa contradicción de ideas y personalidad es la misma que se debate hoy en su interior. El PRI, partido al que pertenece desde hace décadas, ya le dijo que no será su candidato al gobierno de Nuevo León y él ha iniciado su propio movimiento en pos de una candidatura de coalición con partidos pequeños, pero sin renunciar a su militancia.
“Tomé la decisión de que con o sin el PRI, con vieja o sin vieja, voy. Punto. Es una decisión mía, no del partido”, dice. Jaime Rodríguez es consciente del riesgo en que se coloca. Porque a final de cuentas, su adversario ahora no es el jefe de una célula de Los Zetas, sino un sistema de poder empeñado en ocultar los componentes que explican buena parte de la violencia.
* * *
Jaime Rodríguez Calderón se ha valido del teléfono celular los últimos cinco años no sólo para comunicarse con el mundo, sino para proteger su integridad.
La del teléfono es una adicción que le nació en la primavera de 2009, cuando comenzó su campaña por la alcaldía de García, el municipio al extremo oriente de Monterrey que entonces se hallaba bajo control del crimen organizado, cuyos jefes disponían lo mismo de la vida de los ciudadanos que de las arcas públicas.
En aquella primera campaña prometió que terminaría con el régimen criminal. Cumplirlo le costó amenazas, dos atentados y el asesinato de su jefe de policía. Ahora se ha propuesto llegar a la gubernatura de Nuevo León.
De nueva cuenta, el celular es la pieza fundamental de su travesía.
El día que buscó el voto de la gente, Jaime repartió tarjetas de presentación, en cuyo reverso anotaba su número telefónico. Traía un Black Berry de color negro, que después no dejó de timbrar por los mensajes y llamadas que llegaban de manera insistente.
“Tengo 30 años en este pedo. El ejercicio público debe ser eso: pú-bli-co. No privado, cabrón. A este país se lo está llevando la madre porque nos convertimos en servidores privados. Nadie sabe el teléfono del Presidente. Nadie sabe el teléfono del secretario. ¡Nadie sabe el teléfono de nadie! Hoy todo mundo anda con Black Berry y la chingada. Y ves a los funcionarios tuiteando y feisbuqueando, pero no están en la chamba. La novia, la tía, el hijo… A mí, mi mujer no me manda ningún mensaje”.
En cinco años se modernizó. No cambió su número, pero sí el Black Berry. Lo sustituyó por un Galaxy S4 y abrió una página de Facebook que atiende de manera obsesiva valiéndose del aparato. Lee y responde mensajes cada minuto. “Cuando sirves al pueblo, el mismo pueblo te cuida y te ayuda a comprender las necesidades que tiene, no las que los políticos piensan que tiene”, dice tras colgar en su muro la respuesta a cuatro de sus seguidores que quieren saber cómo adherirse a su movimiento.
Viajamos en su camioneta blindada, una Cherokee blanca escoltada por dos ex militares, en los linderos de Santa Catarina, donde hasta 2012 él mismo se prohibió cruzar por miedo a un ataque armado.
“Este teléfono, compadre, es una chingonería –explica–. Me permite enterarme en tiempo real de las inquietudes de la gente, por el Facebook. Y la gente que no tiene face me llama porque ya conoce mi número. O me manda mensajes. Se gasta un peso para contarme lo que le preocupa. Eso es muy chingón, porque ellos saben en qué ando, conocen lo que pienso y les queda claro que lo que yo digo, lo cumplo”.
A Jaime Rodríguez le importan muy poco los protocolos y la ortodoxia. Actúa como si el guión de su vida le ordenara brincárselos irremediablemente. Por eso le agrada que le llamen El Bronco.
Eso es lo que es.
* * *
La violencia, o mejor dicho, el sistema corrupto que la engendra, se mantiene como el eje rector del discurso de Rodríguez Calderón. Por lo tanto descalifica sin miramientos a políticos y gobernantes que desde su perspectiva no saben “o se hacen pendejos” con lo que sucede.
Las tendencias internas del PRI se inclinan a favor de la senadora Cristina Díaz, una cetemista que ya fue diputada federal y alcaldesa de Guadalupe. Por el lado del PAN, la candidatura de Margarita Arellanes es casi un hecho.
A las dos las ha descalificado con un comentario misógino, que gracias a su fama de entrón no ha pasado de controversia de un día. “Para gobernar se necesita cerebro, talento, corazón y, bueno, los tacones salen sobrando”, dijo a reporteros a comienzos de febrero pasado, días antes de arrancarse con su Broncomanía, como decidió llamar a su creciente movimiento político-ciudadano.
En los días en que perseguía a los criminales que intentaron asesinarlo, el ex alcalde echó mano de una explicación que ya dejaba ver lo que ahora ha comentado en referencia a ambas políticas. “Pescar a esa gente –dijo sobre los narcos– implica que uno sea inteligente, no huevudo, in-te-li-gen-te. Conectar los ‘esos’ al cerebro, pero no quitarte del corazón el deseo de hacerlo”.
Sigue creyendo fervorosamente en ello. Lo expresa mientras la camioneta sigue su travesía por la avenida de los atentados. A dos autos de distancia, su escolta viaja en una troca de doble cabina, igualmente blanca. En la llanura y sin más vehículos, la velocidad es imperceptible, pero vamos a 100 kilómetros por hora rumbo al rancho de Rodríguez, localizado a las faldas de unos cerros pequeños en Ramos Arizpe, Coahuila.
“Los delincuentes son cabrones. Acaban con la economía, la destruyen. Por eso hay que ser implacables con ellos. Lo que necesita el pueblo es trabajo, y hay que facilitarle que tenga trabajo, que genere economía. Como aquí, que no hay nada, pudiendo tener un corredor de restaurantes y balnearios a toda madre. ¿Ves ese tanichito ahí, abandonado? Bueno, pues pertenece a un señor que tuvo esa iniciativa. Se le ocurrió abrir un comedero con juegos infantiles, pero no pudo porque estos cabrones llegaron y le quitaron su rancho. Así que el señor mejor huyó; hasta sus hijos le dijeron que renunciara. Y ve nomás: todo sigue como la chingada, sin economía. Por eso hay que ser implacables, ¿me explico?”.
El rancho que le fue arrebatado a ese hombre se encuentra a orillas de la carretera que lleva de García a Icamole. El camino se abre paso entre los pliegues que forman un pequeño valle fértil, no sólo por las aguas del río Salinas, sino por las grandes reservas subterráneas.
La región sirvió de refugio a las células de Zetas que se movían de una entidad a otra, sembrando terror. Justo en el rancho del que despojaron al hombre que quiso abrir el restaurant con juegos infantiles, la escolta de Rodríguez capturó en enero de 2012 a José Luis Sarabia, el Z-44, el líder del grupo en Monterrey. La Secretaría de la Defensa lo presentó, sin embargo, el 13 de ese mismo mes en la Ciudad de México. Presumió su captura como un trabajo de “inteligencia militar”.
Para llegar a ambos ranchos debe cruzarse Icamole, cuyo espacio en la historia fue ganado en otra batalla. Porfirio Díaz fue derrotado ahí en 1876 por una fuerza militar inferior comandada por Mariano Escobedo. Los relatos cuentan que Díaz lloró frente a la tropa, y por lo tanto se ganó el mote de “El llorón de Icamole”. Aquellos eran años en los que los soldados colgaban los cuerpos de sus enemigos con el propósito de infundir temor entre los pobladores. Una exhibición de fuerza que se ha replicado en los años recientes.
Con el paso del tiempo, sin embargo, Icamole fue quedando en el abandono. En su última fase como alcalde, Jaime Rodríguez encontró allí el espacio perfecto para construir la metáfora de su propia gesta. Utilizó dinero público para remodelar la plaza con un par de objetivos en mente: dotar al poblado de un punto de atracción turística que revitalizara su maltrecha economía, y dejar constancia de sus acciones.
En julio de 2012 invitó a Rodrigo Medina para develar el monolito al centro de la explanada, sin ceñirse al protocolo que dicta que el gobernador debe ser enterado previamente del mensaje de la placa. El alcalde de García lo hizo con premeditación, alevosía y ventaja. Eligió las palabras de Porfirio Díaz para restregárselas: “Fue mejor derramar un poco de sangre para que mucha gente se salvara. La que se derramó era mala, la que se salvó, buena. El pasado es el mejor espejo en el que se refleja el porvenir. El político que se deja caer como un harapo, no tiene derecho a levantarse jamás en su vida”.
Medina rompió allí relaciones de manera definitiva con Jaime Rodríguez, y partió molesto. “Así es él: un chamaco sin coraje ni talento al que le regalaron la gubernatura”, dice de camino a su rancho.
La ruptura tiene un antecedente. Desde 2009 (año en que fue asesinado el secretario de seguridad de García) hasta los atentados de 2011 en contra de Rodríguez, pasando por el reordenamiento obligado de la administración púbica y la búsqueda de inversionistas y fondos para financiar las becas estudiantiles, Rodrigo Medina se mantuvo frío y distante.
El origen y trayectoria de ambos contrasta igualmente. Jaime Rodríguez lleva más de la mitad de su vida metido en la política. Cuarto hijo de 10, en los que cinco fueron varones y cinco mujeres, fue un niño de padre campesino y madre dedicada al hogar. “Mi madre no sabe leer ni escribir, pero entendió bien la importancia de darnos educación”, cuenta.
Como alumno de la Universidad Autónoma de Nuevo León, en la década de los 70 encabezó una revuelta estudiantil después de que el entonces gobernador Alfonso Martínez Domínguez anunció un aumento en el precio del pasaje del transporte público.
Luego, dice él mismo, obtuvo empleo en el gobierno federal y trabajó durante dos años en la sierra de Puebla. A su regreso, el mismo Martínez Domínguez lo contrató para laborar con él, fuera del ámbito público.
En 1982, sin embargo, Rodríguez ingresó al Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados y estableció alianzas entre ejidatarios de Nuevo León, Zacatecas, San Luis Potosí y Coahuila. Meses después contendió por la Secretaría General de la Confederación Nacional Campesina (CNC) en su estado, imponiéndose al candidato del gobernador.
Desde entonces Jaime Rodríguez construyó su propio grupo político, que hoy adhiere a los alcaldes de los municipios rurales del norte y sur del estado. Como tal, ha sido diputado federal y local, justo antes de buscar la presidencia municipal.
El ex alcalde es consciente de que sus probabilidades de lograr la candidatura y eventualmente el gobierno estatal dependen de su popularidad ciudadana. Así que comenzó a operar desde el día en que dejó el cargo.
Lo primero que hizo fue inscribirse en el Centro de Estudios Estratégicos de Miami, Florida, en donde durante tres meses se especializó en marketing de redes sociales. “Esto es una chingonería”, se emocionó en el trayecto rumbo a una estación de televisión por cable en Santa Catarina, donde ofreció una larga entrevista la mañana del día en que fuimos a su rancho de Ramos Arizpe, a mediados de febrero pasado.
“Por el Facebook puedo comunicarme directamente con la gente, y yo mismo les contesto, cabrón, no tengo a nadie que lo haga por mí, como hacen los políticos que se atreven a meterse en las redes sociales. Y aguanto vara”.
Ese día viste un saco de piel color negro, pantalón de mezclilla azul y botas vaqueras. Cuenta que luego del segundo atentado duró varias noches en vela. No le funcionaban pastillas para dormir ni tés ni nada de lo que le recomendaron para serenarse. Decidió entonces consultar a un neurólogo, quien después de varios estudios concluyó que el cerebro de Jaime Rodríguez recibió tal inyección de adrenalina que lo había dejado exaltado, tanto como a un joven de 20 años. Las canas son visibles en su cabello negro y en realidad tiene pocas líneas de expresión en su cara, así que luce menor a los 56 años que tiene.
Sobre la comunicación que sostiene en las redes sociales gracias al Galaxy 4, dice que va perfecta.
Hace cuentas. Nuevo León tiene 3 mil 683 secciones electorales y unas 12 mil casillas. Esa representación la tiene garantizada gracias a Facebook, y a partir de ella quiere conseguir que voten por él al menos 10 por ciento de los electores de cada colonia.
“Nuevo León tiene 3 millones 200 mil electores y Facebook 2 millones 800 mil cuentas de gente mayor de edad. Veo que tenemos posibilidad porque la gente opina y vamos midiendo el ánimo. Nada más en tres días, a través de Facebook, llevo casi 2 mil 300 representantes de los 3 mil 600 que necesito. Lo quise hacer a través de Facebook. Me voy a atrever a probar las redes sociales. Con eso podemos vencer a la televisión. Con eso podemos vencer el corporativismo publicitario. Podemos hacerlo sin necesidad de llegar a la fricción, al pleito, a la intriga mediática”.
Rodríguez es del tipo de personas que busca colonizar a partir de lo que aprende. La repartición de despensas, el sino del combate a la pobreza de los gobiernos priistas, es algo contra lo que suele despotricar, sobre todo después de haber tomado ese curso en Miami.
“Leía el otro día que el gobierno repartió 500 mil despensas, ¡500 mil despensas que no sirven de nada, que no solucionan nada! Mejor internet, cabrón. Págales a las mujeres internet, ponles internet en sus casas y enséñales cómo pueden entrarle al mercado de las ventas y servicios y con ello vas a generar economía. Y además les ayudas para que sus hijos tengan la herramienta y hagan sus tareas escolares. Se puede lograr”.
La imagina fácil: el gobierno les paga la conexión y el servicio del primer mes; “las encaminas a que sepan cómo sacarle provecho y ellas solitas van a ponerse a trabajar y seguirán pagando los recibos. Y si no, se chingan. La pobreza se vence sembrando riqueza, no regalando despensas a lo sonso. Fíjate qué chingón. La frase es mía. Es más, déjame la subo al muro”.
En la televisora los productores y el conductor lo reciben en la puerta, como a cualquier celebridad. Jaime Rodríguez habla entusiasmado del evento de la semana previa, cuando arrancó la Broncomanía. En ese acto, unas 200 mujeres, líderes de colonia, lo aplaudieron por más de dos horas en el teatro al que fueron convocadas vía Facebook.
“Nos educan desde la cuna para vivir programados, llenos de culpas por el miedo al qué dirán. Vivimos en una cárcel mental impuesta por la sociedad, una condena que aceptamos como normal, y no nos damos cuenta de que esto nos limita para crecer y ser felices”, les dijo Rodríguez al tomar el micrófono, vestido de mezclilla, camisa a cuadros y chaleco negro.
“Miren: ayer recibí una llamada que me emocionó mucho, y que tiene que ver con lo que les digo. Me llamó Hipólito Mora, el líder de las autodefensas en Michoacán. Llamó porque vio el video que hicimos para decirles que estamos con ellos, que gente que defiende su patrimonio y su patria de la delincuencia cuando el Estado los abandona, es la gente chingona que necesita México. Ahora yo les quiero preguntar a ustedes: ¿Son libres o rehenes? ¿Broncas o mansitas?”.
***
Jaime Rodríguez vive con su tercera esposa, una maestra de primaria llamada Adalina Dávalos Martínez. Llevan nueve años juntos y han procreado dos hijas. Sus anteriores dos matrimonios fracasaron por estar metido de lleno en la política, se justifica.
De esas relaciones tuvo otros tres hijos: dos mujeres y un varón, Jaime Rodríguez Gutiérrez, quien falleció en 2009 a los 22 años en un accidente automovilístico días antes de que su padre asumiera la alcaldía. Lo sufre cada día. “No tienes idea de cuánto”.
Pero el pasaje de alguna manera ha quedado sepultado en la memoria de la gente, que lo reconoce y se acerca para felicitarlo donde quiera que aparece. El movimiento bronco ha prendido: a Jaime le han compuesto una decena de corridos, han hecho un documental y existe el proyecto de filmar una película sobre su vida.
Desde sus tiempos de estudiante en la Facultad de Agronomía es cliente de La Rosa Náutica, un local de tacos al vapor en el centro de Monterrey. Después de la entrevista en televisión, Rodríguez decide desayunar ahí. Devora ocho tacos y una Coca-Cola en 10 minutos, aunque tarda una hora en salir porque muchos quieren tocarlo. Lo felicitan, se toman fotografías con celulares, le piden trabajo o que los recomiende con algún empresario amigo suyo. Pero sobre todo le ofrecen su apoyo. Al menos es lo que le dicen: quieren que sea el próximo gobernador. “La gente necesita que se le resuelvan sus problemas. Y es lo que saben que haré si llego a gobernar”, confía antes de abordar la Cherooke.
Esa es la actitud que lo confronta con los grupos de poder locales. Al sistema le inquieta su posible candidatura. “Me estoy saliendo de los paradigmas. Estoy rompiendo costumbres, maneras de trabajar; estoy hablando con el pueblo y el sistema difícilmente habla con el pueblo. Pero la relación con el partido siempre ha sido friccionada. La disciplina partidista me parece arcaica, es una costumbre vieja que ya no funciona, limita la expresión de la gente con talento y las oportunidades de mejorar en los partidos”.
Reconoce que eso no sólo ocurre en el PRI. Las viejas prácticas se han extendido a otros partidos. “Cuando el partido te postula, siempre te imponen limitaciones: no puedes hablar de cosas que al partido no le gustan. Por ejemplo, los temas sobre el derecho a la vida, la comunidad lésbico-gay o de la gente que consumía drogas, que cometió algunos delitos y que ahora tiene el derecho a reincorporarse a la sociedad porque no mató a nadie, no asesinó a nadie. Eso no les gusta a los partidos. O que uno hable de la corrupción, porque en el gobierno hay corrupción y tenemos que hacer algo”.
El rancho de Jaime Rodríguez en Ramos Arizpe cubre una extensión de ocho hectáreas, divididas en dos cuerpos. En el principal construyó una cabaña de proporciones relativamente pequeñas, al lado de un montículo de piedra en el que hay petroglifos de 4 mil 500 años de antigüedad. El entorno es insulso, con pequeños lotes sembrados con varas sin hojas y corrales con algunos chivos, borregos y gallinas. Pero la vista engaña. Sólo en un pequeño rectángulo de 10 por 20 metros se yerguen 2 millones de pesos plantados. Las varas de dos metros de alto son ébanos, cuyo valor en el mercado, con ese tamaño, oscila entre 2 mil 500 y 3 mil pesos. “Así como lo ves de pinche, es a lo que me he dedicado en la vida; de esto vivo, es lo que me da para mantener bien a mi familia, sin lujos pero bien. Y la gente, cabrón, sabe que mi patrimonio corresponde al nivel de mis ingresos, que yo no me los chingo, que no he robado ni hecho lana en mi carrera política”.
Antes de llegar a Ramos Arizpe, las plantas y los árboles germinan en otro de sus ranchos, en Galeana, su tierra natal. Allá opera con dos socios, amigos suyos desde la carrera. En los viveros emplea sólo a viudas, “mujeres que se quedaron solas y que tienen que dar comida y educación a sus hijos”, explica. Cumplen una jornada de dos horas diarias, de lunes a viernes, a cambio de 50 mil pesos anuales.
Pero hasta en eso lo persigue la contradicción de sus ideas. “Déjame te comparto un poco de lo que pienso. Déjame reflexiono con un poco de lo que es mi filosofía: creo que el desmadre que tenemos obedece a que nosotros, como hombres, relajamos nuestro rol de proveedores y dejamos que la mujer trabaje y descuide a los hijos. La mujer no debe trabajar, cabrón. Y no lo digo porque menosprecie su inteligencia –son muy inteligentes y capaces–, pero los hijos deben ser criados por sus madres. ¿O tú qué crees?”.
La tarde de ese día sostendrá un encuentro con jóvenes de la comunidad lésbico-gay, ex adictos y ex presidiarios. Previamente decide comer en una fonda en el centro de García. Baja de la camioneta y atraviesa la pequeña plaza que rodea al establecimiento entre abrazos y porras. El centro de la ciudad era muy distinto en 2009, desolado, sin vida, debido al miedo.
A la mesa, Rodríguez se dice un entusiasta impulsor de las bodas entre personas del mismo sexo. “Tienen todo el derecho del mundo de casarse, aunque yo no sé para qué chingados se quieren casar, si uno como heterosexual se quiere divorciar”. Esa será, sin embargo, una acción de gobierno que antes someterá a consulta pública. Porque si la mayoría de la gente no lo acepta, respetará el resultado. “Pero si es así, y los gays quieren casarse, pues les pongo un camión y que los lleve a Saltillo, donde ya se permiten esas uniones. Pero mira, el pedo no es ese, ya te digo que cada quién tiene derecho a hacer con su vida lo que quiera, y yo no se los voy a impedir mientras estén dentro de la ley. Pero, chingao, nomás que digan que son putos y que respeten también a los demás”.
Existe otra clase entusiasta con la posible candidatura de Jaime Rodríguez, la de los empresarios. Con ellos financió los parques deportivos que abrió en García y a cambio les quitó el yugo criminal que los secuestraba y extorsionaba.
Fuera del municipio, en la zona conurbada o en la rural, cuenta con simpatías del mismo calibre. Al menos es lo que presume. “Existe un gran movimiento de empresarios, medianos y grandes, alrededor nuestro que están cansados de la ingobernabilidad económica y financiera del país, que están cansados de que sus impuestos sean utilizados para hacer desfiles, para traer a Andrea Bocelli (a quien el gobierno del estado llevó en febrero), para pagar espectáculos en lugar de mandar a los chamacos a la escuela. No voy a decir el nombre de ninguno de los empresarios, porque prometí no involucrarlos de manera pública, pero son muchos. Aun así, decidí no invitar más que a cinco personas que han sido, creo yo, eficaces en sus carreras. Están conmigo muchos políticos que han militado en el PRI, en el PAN y en el PRD. Mucha gente de Morena. Yo quiero ser un político daltónico, que no distinga colores, porque los colores han destruido a este país”.
* * *
Luego de los atentados, Jaime Rodríguez solía acompañar a su grupo de élite en los operativos. Se colocaba una máscara y veía cómo irrumpían en viviendas y sacaban a presuntos delincuentes. Nunca ha dicho que presenció asesinatos o torturas de ninguno de ellos, aunque más de una vez ha hecho referencia a la aniquilación de la célula que comandaba El Piojo.
Algunos de Los Zetas quedaron vivos y en libertad. La amenaza por lo tanto sigue vigente. Por eso cada paso que da lo hace custodiado por dos militares provistos con fusiles de asalto y chalecos antibalas. Su casa, a la que el año pasado añadió un lobby más amplio, también es vigilada por personal armado. Aun así, se sabe vulnerable.
Además de los criminales sueltos que aún quieren matarlo, se ha empeñado en desafiar a una clase política a la que juzga corrupta y la que no está dispuesta a soltar el poder. “Si la venzo en Nuevo León, la van a vencer muchos otros en el país. Quiero ser ejemplo”.
Las puertas de la camioneta se cierran y adentro queda la sensación de ingresar a una bóveda. Es lo que se siente a bordo de un vehículo con alto blindaje. El aire se comprime y el ruido exterior se vuelve lejano. Jaime Rodríguez ha terminado la jornada del día tras el encuentro con los representantes de la comunidad lésbico-gay. El cansancio parece no afectarlo, acaso por la inyección de adrenalina que dice le dejó el segundo atentado.
“¿Sabes cómo me relajo y dejo de pensar en pendejadas?”, pregunta al tiempo que enciende la radio extendiendo el brazo derecho desde el asiento del copiloto. Se alcanzan a escuchar los últimos acordes de una canción de Elton John, y comienza otro clásico de los años 70, Heart of Gold, de Neil Young, cuya primera línea dice: Quiero vivir, quiero ofrecer / He sido un minero en pos de un corazón de oro. “Qué canciones tan chingonas, ¿a poco no?”.
Al Bronco le gusta la balada pop de sus años de estudiante, cuando no había teléfonos celulares ni amenazas de muerte.
Fotos: Víctor Hugo Valdivia