El amor en tiempos violentos

La violencia vinculada con el crimen organizado todo lo sacude, lo pone de cabeza. El amor no puede escapar a eso. Cómo preservar la idea romántica del amor si a la pareja la detienen, la ejecutan o se va. No hay lugar, confiesan las jóvenes a las que ha pegado la violencia, para corazones y colores rosas. “Eso es para las morrillas”. 

Ciudad Juárez.- Hasta hace muy poco, la idea romántica del amor era el combustible que movía la vida de muchos habitantes de esta frontera, el gran lugar común de los que buscaban pareja. Hoy es un trozo de carbón quemado.

Gabriela Antúnez creía ciegamente en ello cuando tenía 17 años. Solía calzar unos Converse rojos en los que pintaba con pluma su nombre y el de su novio, y cargaba una pequeña agenda con portada de amantes atrapados en un corazón. Lo que sentía era tan firme que no le preocupó saberse embarazada. Eso fue en el verano de 2007. La ciudad se hallaba entonces en el borde de su propio abismo, con el temple que aún permitía esos planos de felicidad arrebatada.

 “Pensaba que las relaciones eran para siempre-dice. Pinche mocosa pendeja”.

Hay quienes se dedican a levantar registro de muertos. Ellos son los que contabilizaron más de 11 mil entre 2008 y 2012. Pero en estos años se perdió algo más, tan básico como la vida: ese conjunto de emociones que universalmente conocemos como el amor. La idea romántica fue abatida. Nadie que haya sufrido un golpe violento la persigue o busca atraparla. Es en lo que no se repara y donde se gesta la verdadera transformación social que dejaron estos años de sangre.

Gabriela es una de miles que acusó el abatimiento. El barrio donde creció se encuentra sobre una colina surcada por cauces de arroyos secos, al poniente de la ciudad. Se fundó a finales de 1960, con las primeras mujeres que emigraron de las zonas rurales del estado para emplearse en la maquila. Se llama Fronteriza Baja. Nunca desde su fundación hubo allí un tiempo de paz, pero ni en su peor época pudo anticiparse un escenario como el que comenzó hace seis años.

“Era un buen barrio-cuenta Gabriela de su infancia. “Había cholos y lo que quieras, pandilleros que se peleaban solo entre ellos o que asaltaban a los que se topaban de madrugada, pero no como ahora que es un desmadre. Recuerdo que jugábamos mucho, y hasta en la noche cuando hacía calor, porque pues las mamás salían a la calle y platicaban con las vecinas. Era bien chida. Ahora me parece que todo era bien chida”.

Una madrugada de junio de 2008, Gabriela despertó por el murmullo creciente de motores. Dice que agudizó el oído, pero no tuvo certeza de cuántos autos eran ni dónde se hallaban.  Los escuchaba cerca, sin verlos. Se asomó por la ventana de la sala pero no vio nada. Solo los oía. “Sonaban como motores destartalados, como cuando un carro se está ahogando”, recuerda. Salió de la casa y se paró justo frente al pequeño patio frontal cercado con madera. Entonces vio la hilera de hummers formándose sobre la colina del norte. Unos minutos después bajaron los militares para reventar decenas de casas y llevarse a los hombres que encontraban dentro.

“Estaba en la casa de mi mamá. En cuanto los vi me metí en chinga y cerré la puerta con el candado-cuenta. Mi mamá y mi hermana se despertaron y me preguntaron que qué traía, que si algo estaba pasando. Les dije que estaban los soldados afuera en muchas camionetas y que venían bajando la loma. Y luego luego oímos las camionetas pasar por enfrente, y a otros soldados corriendo. Unos gritaban preguntando en cuál casa, y luego se escuchaba cómo tiraban las puertas y entraban. Teníamos mucho miedo. Creíamos que iban a entrar con nosotras también, o que se iban a soltar los balazos. Pero no. Nomás escuchábamos gritos de los hombres y de los soldados, y luego de las mujeres que gritaban que no se los llevaran, llorando. Eso duró mucho rato, como una hora. Pero al otro día no salió nada en la televisión ni en los periódicos”.

Gabriela tiene otras dos hermanas mayores. Ellas estaban en sus casas, con sus familias. Los dos hermanos varones se encontraban en Chihuahua. El mayor de ellos es adicto y el otro vendedor de mariguana y crack. Se fueron para salvarse. Los adictos y los dealers se convirtieron en objetivo militar durante aquel año y el siguiente. Pero además, el menor era buscado por sus mismos patrones. Lo querían matar porque se quedó con las ganancias de una semana. El hijo de Gabriela estaba recién nacido y el padre de la criatura preso en una cárcel federal al otro lado de la frontera. En febrero había pretendido cruzar una garita internacional con un pequeño cargamento de cocaína.

A los 17, cuando conoció al padre de su único hijo, Gabriela era una joven espigada, alegre y extrovertida. Tenía el cabello lacio y oscuro y parecía más blanca de lo que es. Daba la impresión de que jamás había sido tocada por la dureza de su entorno.

“Recuerdo que una vez estaba parada esperando la ruta y un ruco se detuvo en su carro. Se paró y me hizo señas para que me acercara. Y pues me acerqué, y luego me dijo que si quería un raid. Le dije que no, que gracias, pero entonces se quiso bajar del carro y fui cuando me di cuenta que me quería subir a la fuerza… lo pienso ahora y, no mames, cómo era inocente”.

Juárez llevaba entonces 14 años como el epicentro de la desaparición, violación y homicidio de mujeres jóvenes. Gabriela dice que no era muy consciente de ello. No veía noticiarios de televisión y mucho menos leía periódicos. La vida transcurrió sin sobresaltos desde sus juegos infantiles en las calles hasta esa edad, en la que los sentidos le fueron sacudidos por el primero de sus novios. Salvo por un episodio.

Su madre sobrevivió al ataque de su segundo marido. Ahora le falta un riñón y tiene la espalda y el abdomen lleno de marcas que parecen lombrices. El hombre llegó una noche ebrio y drogado. La encontró lavando trastes en la cocina. Según él, lo engañaba. Comenzaron una discusión frente a los hijos y de pronto tomó un cuchillo enorme. Le atravesó el cuerpo 26 veces. Ni ella misma supo cómo sobrevivió. En cuando a él, la policía lo encontró a las pocas horas. Fue sentenciado a cinco años de prisión, y en cuanto salió, en la primavera de 2006, fue a buscarla. Lo aceptó de nuevo por miedo, dijo.

No quiso saber de opciones. “Usted no sabe lo que es capaz de hacer”, contó días después de pelear con sus hijas porque ninguna estuvo de acuerdo con que volviera a los brazos del tipo que quiso matarla. “Ellas me critican, se enojan y con justa razón. Pero yo les digo: miren, al final yo soy la que puede sufrir un nuevo ataque. Así que mejor lo tengo a mi lado y nos ahorramos problemas. Y es mejor así, ¿sabe?, la verdad le tengo miedo. Miedo de que me vuelva a hacer algo, o a las muchachas. Como sea ya pagó y parece arrepentido. Y también sé cómo controlarlo si se pone borracho o se droga, aunque dice que ya no se mete chingaderas”.

A pesar de todo, Gabriela y sus tres hermanas mantuvieron viva la idea de que las parejas pueden ser felices cuando hay amor. No fue su madre quien les mató la ilusión.

“Siempre nos dijo que buscáramos un muchacho de bien, que sí había, que no nos fuéramos a ir con el primero”. Siguió el consejo de su madre. Dejó pasar muchos pretendientes antes de elegir. “Tú sabes: él era el vato que andaba en carro y que se veía diferente. Así que me dije: este es el bueno”.

Solía entonces cargar su foto en el forro de la agenda, la misma con la portada de los dos enamorados. Le escribió en la parte baja “Love you Tony”. Tenía bigotillo y el cabello tan corto que se le veía el cráneo. Era como muchos a su edad, con camiseta polo y jeans. Gabriela se embarazó al mes de comenzar la relación. El muchacho en realidad no tenía empleo. Así que en febrero, dos meses antes de que naciera su hijo, se aventuró con aquella carga por uno de los cruces internacionales.

La Fronteriza Baja es uno de esos barrios en los que abundan las pandillas. Han pasado tres generaciones y siguen sin guarderías ni escuelas preparatorias. El sistema les deja pocas opciones a los jóvenes. Se van a la maquila o sobreviven con pequeños trabajos de construcción y carpintería. Lo otro es cruzar sin papeles hacia Estados Unidos y quedarse allá lo más que puedan. Pero en 2008 la alternativa dominante fue vender y desplazar droga, o rentarse como sicario.

Gabriela tuvo a su hijo en mayo. Entonces la idea del amor romántico se le fue para siempre. Comenzó a buscar pareja casi de inmediato. En julio la encontró. Eligió a uno de los nuevos narquillos del barrio. En agosto de 2009, mientras él se hallaba junto con otros dos hombres parado sobre la cajuela de un automóvil, murió tiroteado por los ocupantes de dos camionetas oscuras que aparecieron de manera intempestiva. La noticia se publicó en los diarios locales al día siguiente. Los tres cuerpos quedaron tendidos a plena luz del día, atravesados por balas de fusil de asalto. Gabriela parecía más consternada por el futuro incierto de ella y de su hijo que por su muerte.

“Pues, digamos que sí lo quise, pero no como a mi primer güey”, explica. Ella está sentada a la mesa de un McDonald’s, muy cerca del área de juegos, vigilante de su hijo. Es diciembre de 2013. Perdió la figura esbelta. Pesa unos 15 kilos más. Se ve mayor que sus 23. Su expresión ahora es dura como piedra. “Cuando al primero lo metieron al bote me friquié toda y no sabía ni qué pedo; ahí andaba llore y llore y mi mamá se la pasaba cagándome: que cómo había sido pendeja, que ella me había dicho y que la chingada. Así que dije: simón, pues para qué me la quiebro tanto si lo único que hay aquí es puro cabrón de esos. Y pues este vato me gustó y me clavé y todo, pero cuando lo matan, pues ya, le lloras un ratillo y ya. No voy a ser la viuda eterna”.

Lo que hizo Gabriela es lo que hicieron muchas otras mujeres de su edad, se adaptó. Casi la mitad de los jóvenes asesinados en “la guerra contra el narco” pertenecieron a la misma zona del poniente, donde radica la tercera parte del millón y medio de juarenses. Así que muy pocos escaparon al impacto cultural que produjo la violencia.

En la primavera de 2011 Gabriela perdió a su tercera pareja. Llevaban un mes. Encontraron su cadáver mutilado a las pocas horas de que un grupo armado se lo llevó.

“Cuando me avisaron al día siguiente yo estaba en la casa de mi mamá. Era sábado. Me mandaron un mensaje al celular… recuerdo que sentí un miedo de la chingada. Pensé en mi hijo. No sabía qué hacer. Nomás lo abrazaba y aunque no quería llorar, pues lloré. Y mi mamá y mi hermana me preguntaban qué pasaba, que si todo estaba bien. Y yo no les quería decir nada, porque ya sabía que mi mamá me iba a cagar otra vez: ‘ya ves, te lo dije’. Pero pues les tuve qué decir y entonces mi mamá me dijo que me quedara allí, que ni se me ocurriera averiguar nada, que al cabo el güey ese no era ni mi marido”.

Lo dice sin emociones. Como contando la anécdota cualquiera sobre alguien más. La voz absolutamente plana. “Iba a tener otro hijo, pero pues lo perdí. Fue lo mejor. Qué chingados iba a hacer, si con uno…”.

Poco después conoció a su actual marido, un agente de la policía ministerial. Lo conoció en marzo en un salón de baile. Operó en ese encuentro un criterio frío. “Simplemente me gustó”, dice Gabriela. El resto sucedió rápido. En mayo la presentó a sus padres y tres semanas después la convenció para casarse por lo civil y por la iglesia. “De alguna manera como que me emocioné, porque nadie me había pedido que me casara con él”. Más que amarlo, dice, está tranquila.

 “Es que el amor como cuando era chavilla ya no existe-explica. Uno se va acostumbrando a lo que le pasa y pues si te pones a pensarla bien, aquello era una mamada. Ya ni las más morritas creen en eso. Hay que querer al presente y a tus hijos si los tienes. Lo demás pasa. Te lo quitas o lo pierdes”.

Hace poco se enteró que el padre de su hijo está por recobrar la libertad. Algo de las emociones sepultadas se removió. En un primer impulso pensó en divorciarse. Es más, ni eso: simplemente quiso dejarlo. Fue a decírselo a su madre –quien terminó casándose por lo civil con el hombre que casi la mata, tan solo para separarse a los pocos días “porque otra vez le dio un ataque de celos”. La madre simplemente le dijo que estaba loca, que era una pendejada lo que estaba pensando. “Tenía razón, porque a los pocos días se me quitó la idea de la cabeza. Tampoco amo al cabrón ése. Y si ponemos las cosas en su lugar, pues estoy mil veces mejor como estoy. Al menos me siento segura”.

Existen múltiples mediciones sobre los estragos que produjo la violencia extrema. La fría estadística de extorsiones, secuestros, pobres más pobres, infantes sin escuela, la creciente fila del mercado informal. Pero nadie ha medido la manera en la que valores como la integridad o la responsabilidad dejaron de ser atractivos para buena parte de mujeres y hombres menores de 25 años en busca de una relación.

Hay indicios para atisbar ese campo desolado. Se sabe, por ejemplo, que en medio del caos social, de la violencia cuyo nivel coloca a una ciudad como “la capital mundial del crimen”, las personas buscan desconectarse mediante el alcohol, la droga o el sexo. “La ansiedad produjo en Juárez promiscuidad, y a partir de ella ya no se busca el amor ni el romance, sino otro tipo de compensación mucho más inmediato. Sexo sin compromiso, sexo por placer”, dice Sergio Rueda, decano de la Facultad de Adicciones y Salud Mental de la International University for Graduate Studies.

El resultado se ve en los números. La ciudad es ahora la capital del embarazo entre adolescentes. Ellas representaban para 2012 el 44 por ciento de los partos registrados por el sector salud.

Al tiempo que se subvertían los símbolos de atracción y las calles se vaciaban al caer la noche, crecía el estrés social. Juárez fue de pronto una ciudad sitiada por militares, policías federales, mercenarios y pandilleros con fusiles de asalto desplazándose por las calles de día y noche en busca de su objetivo. El uniforme, las armas, el dinero, la actitud de no temer a la muerte, se convirtieron entonces en las nuevas figuras de atracción masculina.

El mismo verano de 2007, Lluvia Martínez cursaba segundo grado de preparatoria cuando supo que sería madre. Ahora tiene el cuerpo cubierto de tatuajes verdes. Dice que cada uno da cuenta de sus depresiones más profundas, salvo los que definen el arco agudo de sus cejas y le dan un aire andrógino a su rostro. También tiene pearcings en las orejas, la nariz, el labio inferior y el ombligo. El cambio de su cuerpo es radical, pero no tan profundo como el de sus ideas. Ya no vive con su hija, ni piensa que la felicidad es tener familia con perro en casa. Hace cuatro años se mudó a Aguascalientes y en su nueva faceta de bailarina exótica, el romance estorba.

 “A mí se me quito lo cursi a punta de chingazos y de hambre”-dice.

Lluvia está recostada en la esquina del sofá de la casa de su madre, con una budlight en la mano. Lleva dos días bebiendo desde el fin de año. Festeja con su hermana mayor y tres amigos de la infancia. Su hija juega con una de sus primas, también de seis años. Son las dos y media de la tarde. “Mira, esa onda de enamorarte y pensar que con eso vas a tragar, se lo dejamos a las chavitas… aunque ahora, no te creas, ya no son tan inocentes como lo fue una”.

De niña, Lluvia fue como todas las niñas. Tenía muñecas y se inventaba historias con ellas, historias románticas. “Recuerdo que vivíamos en una colonia con parque enfrente, y en al colonia había más morrillos y morrillas, un chorro. Y cuando no estaba jugando con las muñecas a la mamá y al papá, me ponía a jugar con todos a los encantados y a las escondidas… tuve una infancia feliz, no me quejo”, dice.

De ella saltó prácticamente a la maternidad. Su única hija nació a mediados de 2008. Y mientras se gestaba, la ciudad entrañaba cambios profundos, el tipo de revoluciones que trastocan las ideas. Las armas, o mejor dicho, el uso masivo de ellas, trastocaron cada uno de los códigos sociales.

En el Juárez de los tiempos modernos, quienes las ostentaron primero fueron militares o agentes federales. Podía vérseles cotidianamente rodeados de mujeres jóvenes aún estando de servicio. Lluvia recuerda esos días. Sentía una mezcla de fascinación y miedo. “Te impresionaba ver los convoys y toda esta gente con máscaras y armas. Se me hacía bien cabrón porque además tú sabes el pinche calorón que hace en el verano en Juárez. Y yo me decía: pues cómo le hacen para aguantarse el pinche solonón”.

Las armas, dice Sergio Rueda, el decano de la Facultad de Adicciones y Salud Mental, no solo están asociadas al poder y la agresión, sino que fácilmente pueden constituirse en herramienta erotizante.

“Yo me clavé con eso-dice Lluvia. Por cualquier lado oías que mataban y que andaban comandos armados y que la policía municipal no hacía nada por miedo –porque los comenzaron a matar a los putos- y pues, te sentías insegura. Así que de pronto veías a los soldados y a los federales partiendo plaza; pues a huevo que te fijabas en ellos. ¡Se veían bien chingones!”.

Antes de terminar 2008 Lluvia se cansó de la vida en familia. El amor ya no estaba, ni la vida idílica de la casa con perro. Una amiga le dijo que necesitaban bailarinas en un table dance. Esos fueron los únicos establecimientos que se mantuvieron activos con relativa normalidad durante los años de ocupación. Lluvia es bajita, apenas poco más del metro y medio. Pero lo que llamaba la atención en ella no era su cuerpo deslumbrante, sino su aire infantil, dice. Era aún muy parecida a la estudiante que salió embarazada. Por dentro, sin embargo, era otra mujer.

“Comencé a bailar y, pues salía lana y la peda era gratis, con whisky. O sea, nada qué ver con lo de antes. Me gustó lo que me pasaba. Me sentía como liberada”.

El table se hallaba en una zona de bares y prostíbulos cercanos a la frontera, por la parte oriente de la ciudad, muy cerca de donde ella creció. Una zona en donde también se aniquiló a tantos adolescentes y adultos jóvenes como en el poniente. El público que la veía bailar en aquellos meses estaba compuesto por traficantes menores, policías y militares. El hombre que la sedujo era uno de ellos, un agente federal.

Más que por el porte, cuenta que la sedujo por la sola idea de la seguridad. “Traía dinero y traía armas, ¿qué más podía pedir?”.

El agente fue transferido a Aguascalientes a finales de 2009. Lluvia no dudó en seguirlo. Pero Aguascalientes no era Juárez. El dinero que su amante obtenía fuera de nómina dejó de ingresar. Lluvia siguió la misma fórmula que en el pasado. Fijó distancia y se empleó en lo único que sabía. Solo que ahora decidió hacerlo con un cambio que reflejara su ánimo interior. Se tatuó las cejas y se puso los primeros pearcings. Allí conoció a su nueva pareja, un veinteañero también de cejas depiladas que solía usar tenis blancos. Justo como lucen los civiles de “la guerra” en casi todo el norte mexicano.

“Todo era bien chingón, tú sabes: la peda, la buena botana, me daba mi lana para mandarle a mi hija; mi lana para que me comprara mis cosas y pues, cuando me dijo que me fuera a vivir con él, no la pensé”.

Dejó de bailar para seguirlo a Puerto Vallarta. Rentaron un departamento con amplia cocina y una sala desde donde podía verse el mar. Algunas veces, sin embargo, la mordía el recuerdo de su hija. Como una mañana de mediados de septiembre, cuando despertó deprimida. “Me levanté toda aplatanada, sintiéndome bien pinche, la verdad. Quería ver a mi baby, tenerla conmigo. Y pues como no, como eso no era posible, pues se me ocurrió ponerme un tatú para sentirla cerca”.

Pidió que le pusieran unas estrellas, una grande, dos medianas y una pequeña. Las tiene en la parte superior del pecho izquierdo. Las cuatro estrellas están enlazadas. Dice que simbolizan la unión con su hija. No fueron suficientes. Una semana después volvió con el tatuador y le pidió una flor, o al menos eso parece. El dibujo baja del ombligo hasta el pubis. Son las marcas de su amor filial. En el otro, en el romántico, simplemente dejó de  creer.

“¿Sabes cuando supe bien a bien que el amor vale madre?, cuando el puto con el que vivía (en Puerto Vallarta) se bañó con una lana y me dejó sola. No nada más no sabía qué onda, sino que de pronto llegaron por mí unos cabrones y me sacaron a chingazos. Me tuvieron secuestrada tres días, puteándome y puteándome. Esperaban que el hijo de la chingada apareciera para rescatarme y ni madres, nunca se apareció. Allí fue cuando dije: chingue su madre, ese puto no vale la pena”.

No hay dolor en sus palabras. Ella sigue apoltronada en la misma esquina del sofá. Sus ojos tienen una expresión rara, profunda, por efecto de las cejas dibujadas no por lo que siente. En su vida no hubo ejemplos malos en cuanto al amor se refiere. Su madre es hija de dos profesores. Se fue de con ellos el día en que se casó con el padre de Lluvia y de su hermana. Después enviudó, muy joven, antes de cumplir 30, y volvió a casarse.

La hermana mayor de Lluvia se llama Edith. Tiene 26 años. Su hija es unos meses mayor que la hija de Lluvia. Edith tiene otra niña de siete meses, que ese día dejó al cuidado de sus abuelos paternos. Edith tampoco cree en el amor. Al menos no en el amor que la llevó a casarse con el padre de sus hijas cuando estaba por cumplir los 20. El mismo proceso que mutiló a Juárez terminó mutilando a su cupido.

 Hace cuatro semanas le dijeron que era seropositiva. Su esposo la contagió. Lo hizo en algún momento de 2012. La pequeña nació con VIH. Para entonces llevaban tiempo saliendo con parejas distintas. Nada serio, dice, pero los votos de fidelidad estaban rotos. Edith no interviene mucho en la conversación dominada por Lluvia. Básicamente escucha y ríe a carcajadas cuando algo le parece gracioso.

“El sexo es mucho más aceptado en circunstancias sociales como las nuestras-dice el doctor Rueda. Aquella etapa en la que se daba un proceso de la etapa romántica y buscabas mayor estabilidad dentro de una relación, se ha perdido. Cuando hay un trauma como el que deja la muerte masiva, se instala la filosofía de la inmediatez. Si no te sirve algo entra esta etapa utilitarista del amor. En el caso de la mujer, ya no se va tanto por la cuestión del romance: se va si le puedes dar dinero y estabilidad, y a lo mejor hasta sexo rápido. Pero no compromiso”.

Para las ocho de la noche Lluvia y los demás han vaciado cuatro doces de cerveza. Nadie trae para comprar más. Los tres amigos parecen disfrazados de sicarios: tienen las cejas depiladas y el pelo corto hasta traslucir el cráneo, pero les falta poder y les falta solvencia. Lluvia se para. Trastabilla un poco. Le dice a su hermana que cuide a su hija mientras ella va “al lugar de siempre” para agarrar un par de clientes y luego volver a seguir la fiesta.

“¿El amor? ¿Sabes cuál es el verdadero amor? El verdadero amor es el dinero”. Y se marcha.

Ilustración: Nora Millán