Saltillo, Coahuila. Es posible que Marisela Escobedo se supiera en el límite de su batalla. Había emprendido incontenibles protestas para exigir justicia a su hija asesinada. Pero en vez de suscitar reacciones efectivas del gobierno, enfrentó amenazas que buscaron silenciarla. Así llegó la mañana del 7 de diciembre de 2010 a la sede del Gobierno del Estado de Chihuahua, y anunció que libraría desde allí el acto de protesta más frontal de su vida, porque ya no le quedaba más.
Está a punto de convertirse (todo esto) en el juego del gato y el ratón, dijo a los periodistas en alusión a Sergio Barraza Bocanegra, quien fuera pareja sentimental y asesino confeso de su hija de 16 años, Rubí Marisol Frayre Escobedo. Es lo que está esperando esta gente: que sea yo la que se tiene que esconder, pero no me voy a esconder. Si me va a venir este hombre a asesinar, que venga y me asesine aquí, enfrente, para vergüenza del señor gobernador.
Quien así lo quiera, puede ver el desenlace en Youtube, nueve días después de aquella declaración.
Marisela se encuentra de noche junto con su hermano, sentada a la mesa que ella misma colocó en el parque Hidalgo, frente a Palacio de Gobierno. Un hombre que camina por la acera desde la esquina más próxima la identifica para que un segundo sujeto, que desciende de un auto blanco, llegue y la encañone. El arma se encasquilla. Marisela corre rumbo a Palacio con el pistolero detrás, que finalmente le suelta el disparo en la nuca, a dos o tres metros de la entrada.
La mañana siguiente, César Duarte, gobernador de Chihuahua, ofrece declaraciones a los noticiarios de mayor audiencia. Se declara indignado, aunque dos semanas antes había desairado a la víctima, que lo abordó durante un acto público, desesperada por los rechazos constantes del funcionario para recibirla en sus oficinas. Duarte no duda tampoco en acusar a Barraza como autor del asesinato de la madre activista, anticipándose a cualquier indagatoria formal.
Barraza, de 27 años, confesó haber dado muerte a Rubí Marisol, con quien procreó una hija. El homicidio ocurrió en agosto de 2008. A su captura, diez meses después, ofreció detalles sobre la forma en que asesinó, mutiló e incineró el cadáver de su pareja. A pesar de ello, los tres jueces que constituyeron el Tribunal Oral decidieron absolverlo el 29 de abril de 2010, ante las deficiencias del expediente aportado por el Ministerio Público, según dijeron.
Duarte llevaba dos meses y medio como gobernador al momento en el que Marisela fue asesinada. En mayo, al tomar posesión como candidato, anuncia que no le temblará la mano para combatir al crimen organizado. El discurso fue arropado por la dirigencia nacional del PRI y los gobernadores de Durango, Nuevo León y Veracruz, que asistieron al acto.
2010 fue el año más violento en el estado. Tan solo en Ciudad Juárez, el registro oficial fue de 3 mil 117 homicidios. Duarte asumió el cargo de gobernador el 4 de octubre. Unos días más tarde, Mario González, hermano de la recién salida procuradora Patricia González, sería privado de la libertad. Antes de asesinarlo, los asesinos difundieron un par de videos por internet. En ellos, acusa a su hermana de proteger al cártel de Juárez y ordenar varios asesinatos.
Patricia González sufrió un vacío de poder. Ninguna institución de la entidad ni del gobierno federal le brindó auxilio, a pesar de que ella fue parte fundamental durante el Operativo Conjunto Chihuahua, instruido por Felipe Calderón para librar la guerra contra el narco en ese epicentro de la violencia.
César Duarte crecía como la espuma. Demostraba la mano firme prometida durante la campaña y reestructuraba los mandos policiales con militares, ex fiscales y policías del pasado, de la década de los 90`s, cuando el estado fue la tierra de auge del narcotráfico y la paz social. La potencia con la que iniciaba el mandato sufrió, sin embargo, un descalabro enorme con el asesinato de Marisela Escobedo, a las puertas del edificio donde despacha.
El caso de la madre que se volcó al activismo ante el vació de justicia y la corrupción institucional, alcanzó relevancia como ninguno otro, no solo por la síntesis que brinda sobre la manera en que opera el sistema de gobierno, sino porque el mundo atestiguó una vendetta política.
En el fondo de este asesinato hay un gran mensaje: en México, los deudos de los muertos en la guerra deben llorar y guardar silencio. Aquel que se atreva a señalar los vínculos de los asesinos con la policía, está condenado a muerte, señala Gustavo de la Rosa Hickerson, visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos en Chihuahua hasta septiembre, cuando renunció tras nueve años de servicio debido al sucio maridaje que constató, dice, entre ese organismo y el gobierno estatal.
Entre 2009 y 2010, De la Rosa documentó un millar de casos de homicidios, desaparición forzada y tortura cometidos por militares y agentes federales del Operativo Conjunto Chihuahua. En respuesta, debió exiliarse durante año y medio en Texas. Iban a asesinarlo si no se iba. A su retorno despachó en un búnker dentro de al Procuraduría del Estado y se condujo hasta el final del sexenio de Calderón con escolta federal. La paradoja es que no volvió a referirse sobre el contenido de aquellos mil expedientes mientras era vigilado por quienes querían matarlo.
Siempre hemos sido enemigos del Estado, dice desde su casa, donde lleva una semana aguardando por resultado de una batalla legal que apenas comienza en contra de la CEDH. Lo que sucede en esta guerra es que el vínculo entre policías y delincuencia es muy sólido; tenemos un sistema policiaco-delincuencial que, al señalarlo como activistas, al gobierno no le importa si nos matan.
Ninguno de los activistas asesinados podrá declarar lo mismo. Pero detrás de la muerte de cada uno se valida ese sórdido vínculo señalado por De la Rosa.
Tres meses antes de que lo asesinaran con un disparo a la cabeza, el 6 de septiembre de 2007, Jesús Ricardo Murillo Monge, uno de los fundadores del Frente Cívico Sinaloense, había tomado la decisión de brindar asesoría legal a los deudos de una familia acribillada por militares, en una comunidad llamada La Joya de los Martínez, perteneciente al municipio de Sinaloa de Leyva.
En ese ataque, ocurrido el 1 de junio de aquel año, perdieron la vida tres menores de 2, 4 y 7 años; su madre de 25 y la tía de 19, ambas maestras de primaria. El padre, Adán Esparza Parra, de 29 años, que conducía el vehículo, resultó herido de gravedad. Fue él quien narró lo sucedido. Básicamente, dijo que les salió al paso una patrulla del ejército mientras viajaban de noche rumbo a casa. Creyó que se trataba de gavilleros, pero aún así detuvo la marcha. Entonces fueron tiroteados.
La información reunida por el Frente Cívico Sinaloense resultó clave para abrir proceso a 19 de los militares que participaron en la masacre. Pero ninguno recibió sentencia condenatoria.
Lo que ocurre en Sinaloa es lo que pasa en todo México: hay una violación completa a los derechos humanos, y lo más grave es que esta violación la están cometiendo las mismas autoridades, y por autoridades quiero decir el ejército, dice Mercedes Murillo, hermana de Jesús Ricardo y cofundadora del frente.
En Baja California se tiene el mismo registro de la soterrada participación de militares y policías detrás de asesinos y desapariciones. Miguel Ángel García Leyva, presidente de la Asociación Esperanza Contra las Desapariciones Forzadas y la Impunidad, lleva contabilizados más de 800 casos desde 2001, el año en el que llegó de Culiacán a Mexicali para fundar su organismo.
Calderón dio el espaldarazo a los ataques del ejército y abrió las puertas del paramilitarismo. Al hacerlo, aumentó la intimidación en contra de los derechohumanistas del todo el país. Lo peor es que esa enorme impunidad y dolor la heredó el gobierno de Enrique Peña Nieto. Con Peña, sin embargo, llega un nuevo proceso de paramilitares, instruidos por el general colombiano Oscar Naranjo, quien fue su asesor de seguridad. Así que ahora la lucha es encubierta, dirigida, sincronizada y selectiva en contra del activismo, explica.
Nepomuceno Moreno camina resuelto tras dirigirse a Felipe Calderón durante la segunda ronda de los Diálogos por la Paz, encabezados también por Javier Sicilia. Es junio de 2011. Nepomuceno, de chaqueta café y camisa rosa, lleva para entonces un año de solitario activismo en Sonora, donde el 1 de julio de 2010, agentes de policía se llevaron a su hijo Jorge Mario, de 17 años, sin que hasta la fecha aparezca. Cinco meses después de ese encuentro con el presidente, Nepomuceno fue acribillado en Hermosillo.
Jorge Mario salió junto con tres de sus amigos con rumbo a Ciudad Obregón. Entraron a una discoteca de la que salieron de madrugada. Mientras conducían el auto les salió al paso un vehículo particular con policías a bordo. Los adolescentes de asustaron al ser amenazados con las armas. Decidieron no detenerse. Tomaron hacia la carretera. Cruzaron una caseta de cobro, derribando los conos de contención. Entonces los tirotearon. El conductor perdió el control y el carro se impactó entre los pastizales. Uno de los tripulantes murió. Otros dos huyeron, entre ellos el hijo de Nepomuceno, que alcanzó a llegar hasta un oxxo en Vícam, un poblado de Guaymas, ubicado a 20 kilómetros de donde quedó el automóvil.
Desde allí pudo llamarle a su padre y enterarlo que lo perseguían agentes de policía. Nepomuceno puso saldo desde la distancia al celular de Jorge Mario, para no perder comunicación mientras enviaba a un amigo de la familia a recogerlo. Una de sus hijas estaba al teléfono con Jorge Mario cuando llegaron por él. Ya vienen por mí, ¡me van a llevar, me van a llevar!, alcanzó a decirle.
Nepomuceno estableció comunicación con su hijo horas más tarde. Supo que lo tenía la policía porque lo implicaban en un crimen y le pidieron dinero a cambio de su libertad. Nunca lo recuperó. En sus indagatorias personales, se enteró que tras aquella última llamada con Jorge Mario, alguien de la procuraduría de Sonora marcó al número de celular de su hijo. Desde entonces vivió con la certeza de la participación de funcionarios públicos en el secuestro. Meses más tarde se sumaría al movimiento convocado por Sicilia, y en tal condición fue asesinado el 28 de noviembre de 2011, a seis cuadras de la sede de los poderes del estado.
Javier Sicilia acusó al gobernador del asesinato, apenas se enteró de la noticia. En respuesta, la procuraduría de Sonora sacó a relucir una sentencia por tráfico de heroína que Nepomuceno recibió en 1979 en Estados Unidos, para fijar la tesis de un acto de delincuencia organizada. El homicidio sigue impune. Â
Edgar Guadalupe García Hernández, de 25 años, era una especie de office boy en el despacho de Marco Antonio Higuera Gómez, el procurador de justicia de Sinaloa. Estudiante y activo en la campaña política del actual gobernador, Mario López Velarde, parecía ajeno a la desgracia, hasta que el 12 de febrero de 2012 unos sujetos con armas entraron por él a la casa materna para llevárselo.
Su madre, Sandra Luz Hernández, acudió de inmediato a las oficinas del procurador para iniciar allí la búsqueda. Le sorprendió la respuesta del funcionario: él simplemente no conocía a su hijo.
Marco Antonio Higuera Gómez sostuvo un segundo cruce de palabras con Sandra Luz, meses después. En esa segunda ocasión le sugirió que el secuestro de Edgar fue por sus vínculos con la delincuencia organizada. Lo acusó de estar implicado en la venta de dólares de manera ilegal. Sandra Luz respondió entonces: Si mi hijo era delincuente, entonces ¿porqué lo tenía trabajando con usted?, cuentan las madres de otros desaparecidos, testigos de ese encuentro.
Una y otra vez, Sandra Luz encabezó marchas y protestas, indagó por su cuenta, llevó a las autoridades el resultado de sus pesquisas. Nadie atendió su caso, incluso con la aportación de lo que ella juzgaba evidencia suficiente para inculpar a quienes se lo llevaron y para localizar su cuerpo. De hecho, el día que la mataron de 15 disparos en la cabeza, intentaba involucrar a las autoridades en el caso de su hijo.
La mañana del lunes en que fue asesinada, 12 de mayo de 2014, alguien llamó a su celular para indicarle el lugar en el que le brindarían informes sobre el paradero de su hijo, o de su cadáver, mejor dicho. Sandra Luz salía de una reunión con funcionarios de la procuraduría. Por teléfono le dijeron que acudiera a la colonia Benito Juárez esa misma tarde.
Sandra Luz se hizo acompañar por otra mujer, amiga suya. Llegaron a la colonia Benito Juárez alrededor de las cuatro de la tarde, a bordo de un camión del transporte público. Caminaban por la esquina de Constitución y 20 de Noviembre en el instante en que un sujeto les dio alcance y le soltó los 15 disparos con una pistola .9mm.
La procuraduría presentó al supuesto homicida de la madre activista días más tarde, el 20 de mayo. Lo identificó como Jesús Fernando Rodríguez Valenzuela, de 25 años. La versión que ofreció dice, en resumen, que decidió privarla de la vida por miedo. Sandra Luz lo acosaba a él y a un amigo suyo, José Ángel Benitez Zazueta, El Zucaritas, para que le dieran información sobre el asesinato de Edgar.
El Zucaritas fue asesinado en abril. Jesús Fernando supuso que tras la muerte de su amigo estaba Sandra Luz. Así que decidió terminar con su tormento, matándola. Nadie, fuera delas autoridades del estado, cree en esa versión.
El domingo 3 de enero de 2010, Josefina Reyes, integrante de una familia con larga tradición en la defensa de los derechos humanos en el Valle de Juárez, fue asesinada a las afueras de un puesto de barbacoa. Le dispararon a la cabeza.
Ex regidora por el PRD en el municipio de Guadalupe Distrito Bravos, Reyes encabezó marchas y plantones para repudiar la presencia de militares y federales en la zona agrícola, debido a los casos de allanamiento, desaparición forzada, tortura y asesinatos que buena parte de los ciudadanos les atribuyen.
Dos de sus hijos formaron se cuentan entre las víctimas. Uno fue desaparecido y otro asesinado. Por su activismo, Reyes recibió amenazas de muerte en al menos tres ocasiones y su vivienda fue igualmente allanada por el ejército. Fue asesinada a pesar de que organismos como Amnistía Internacional habían señalado a las autoridades mexicanas la indefensión y el grave riesgo que corría.
La muerte de Josefina fue indicador de que las cosas no cambiarían, dice Cipriana Jurado, directora del Centro de Investigación y Solidaridad Obrera, quien vive exiliada en Estados Unidos desde el verano de 2010.
Jurado acompañó a Reyes en todas sus protestas, y documentó ella misma la desaparición forzada y posterior asesinato de Saúl Becerra Reyes, un trabajador detenido por militares en octubre de 2008 junto con otros cinco jóvenes. Todos, excepto Becerra, fueron presentados ante el Ministerio Público Federal.
Los restos del trabajador fueron descubiertos en mayo de 2009, en Palomas (frontera con Columbus, Nuevo México), muy cerca de donde se descubrió un cementerio clandestino con los restos de 20 individuos a finales de noviembre de 2010. De las víctimas identificadas, la evidencia reunida por sus familias sostiene que fueron privadas de la libertad por el ejército.
La ofensiva no terminó con la suerte de los hijos de Josefina, ni con su asesinato. En agosto de 2010 uno de sus hermanos, Rubén, fue victimado en su panadería. El 7 de febrero de 2011, Malena y Elías Reyes Salazar, así como la esposa de éste último, Luisa Ornelas Soto, fueron interceptados cuando viajaban en su camioneta. Sus cuerpos se localizaron 18 días más tarde, con signos de tortura y en estado de descomposición.
La familia nunca ha quitado el dedo de la llaga: detrás de los asesinatos, están los militares que ocuparon el Valle de Juárez.
El 21 de noviembre de 2012, la Secretaría de la Defensa Nacional difundió un comunicado de prensa para informar sobre un enfrentamiento suscitado entre efectivos militares y una célula de criminales, pertenecientes a Los Zetas. Entre los abatidos se identificó a Sergio Barraza Bocanegra, el asesino confeso de Rubí Marisol Frayre Escobedo, la hija de Marisela.
El supuesto enfrentamiento tuvo lugar en el poblado de Joaquín Amaro, el 16 de noviembre.
Un mes antes del asesinato de Barraza, César Duarte, el gobernador de Chihuahua, hizo gala de la captura, con labor de inteligencia, de José Enrique Jiménez Zavala, El Wicked, un supuesto miembro de la pandilla Los Aztecas. Lo presentó como el individuo que disparó a la activista frente a Palacio de Gobierno.
El Wicked dijo que mató a Marisela por órdenes de un sujeto llamado Jesús Antonio Chávez, El Tarzán, miembro de La Línea. La orden sobrevino porque Marisela ponía en riesgo las actividades criminales no solo de ellos, sino de Los Zetas, organización a la que presumiblemente pertenecía Barraza. Una mujer en solitario, protestando para la captura del asesino de su hija, puso entonces en jaque a dos de las redes delictivas más poderosas del país.
Al margen de sutilezas en cada uno de los casos, fuera de especulaciones, lo único cierto es que si Marisela hubiera aceptado la muerte de su hija, no la hubieran asesinado. Lo mismo con Josefina o con cualquiera de los demás: el mensaje es uno solo, dice Gustavo de la Rosa Hickerson.